23.11.08

"Mil pesos señorita. Consulte, vea"


La población inmigrante en nuestro país aumenta cada día más, ya sean legales o no. De todos estos nuevos chilenos, el 5% corresponde a ecuatorianos.

En la esquina de Cirujano Guzmán con Providencia se instala uno de ellos. David Cachiguago proveniente del norte de Ecuador, específicamente de Otavalo, vende artesanías por todo Santiago. Tiene 21 años y hace dos meses está en Chile con visa temporaria, con duración de noventa días. Pero no es la primera vez que visita nuestro país, ya que ha estado seis veces en total, “yendo de aquí para allá”, tal como él dice. Visitó Chile cuando tenía trece años, pero sólo estuvo tres meses. En las otras oportunidades, tal como ésta, ha estado por motivos de trabajo. Actualmente arrienda una pieza en Estación Central

David es un hombre pequeño, moreno, de melena oscura y con rasgos que denotan la herencia indígena típica de su país. Pero no es mestizo, aunque a primera vista se piense así. “Los chilenos generalmente me confunden con peruanos, pero a mi no me molesta”, aclara tímidamente ante la posible confusión de los transeúntes. Pero hay un dato no menor, que hace que David se asemeje poco o nada a muchos ecuatorianos en Chile: es descendiente de una de las razas más antiguas de su país, los Runas. “Hablamos kichwa y todos nos parecemos mucho. Los hombres Runas usamos el pelo largo, pero esto igual depende. A mi no me gusta y me lo corté un poco”, cuenta. Lleva tatuado sobre su brazo derecho el rostro de Rumiñahui, el líder y leyenda de su tribu. Se encuentra solo en Chile, no tiene pareja por el momento ya que sabe que pronto se irá de aquí. “Yo siempre vuelvo a mi casa, tengo allá mis raíces. En Junio está la fiesta de San Juan y siempre voy. Todo eso dura una semana y se baila folclore. También tocamos instrumentos de cuerdas y viento” dice con lo ojos brillantes recordando su patria.

Ve en Chile que emprender es fácil, ya que “se necesita poco capital y no existe tanta competencia. En Colombia y Ecuador hay mucha gente dedicada a la artesanía”, explica. Cuando los carabineros le han requisado su mercancía, cosa que ha ocurrido en tres oportunidades siendo la última en Recoleta, dice que con 20 mil pesos puede seguir en su rubro. “Eso me pasó la última vez. Pero ¿sabes qué? esa vez que me pasó, yo tenia ahorrado un dinerito y tenia más materiales en mi casa comprados donde los chinos y en meiggs.”, dice emocionado.

Conoce Chile desde Antofagasta hasta Puerto Aysén. Pero aclara que aunque esté ahora en la capital, los lugares que más le gustan son Viña del Mar, Valparaíso y Los Ángeles, donde además, el negocio es mejor. Ha estado en varios países porque su trabajo se lo permite, al contrario de lo que muchos pensarían. Ha estado en Brasil, Argentina, Chile y Colombia. Con este último está más familiarizado porque vivió en Bogotá durante un tiempo con sus padres y dos hermanos pequeños, quienes aún permanecen allá. Gracias a este lazo familiar él puede enviar en algunas ocasiones mercancía para que sus padres las vendan. Otro contacto importante es su hermano, que ahora está viviendo en Roma, Italia, quien también se los recibe y comercializa. Toda esta red de ventas lo ayuda con su propósito: juntar dinero y establecer locales de ropa o artesanía en su país natal.

Para ingresar al país en la última ocasión tuvo que pedir perdón mediante una carta enviada a la embajada chilena en Ecuador. Una vez que ésta fue recibida, al ingresar a Chile debió pagar una multa de 100 dólares . Todo esto fue necesario porque violó el plazo permitido por su visa. Este procedimiento sólo ha debido seguirlo una vez, ya que ahora, que está conciente y vivió en febrero el engorroso papeleo, ha respetado al pie de la letra el periodo de permiso. Pronto cumplirá los tres meses, es por eso que sólo piensa quedarse hasta diciembre, para aprovechar la época navideña y el boom consumista, y regresar a su país en enero.

Es viernes pasado el mediodía, hora en que la mayoría de los oficinistas y trabajadores salen a almorzar. En Providencia circula bastante tráfico, entre automóviles y peatones parecen apoderarse del sector. Muchas jóvenes con perfil 'pelolais' acompañadas de miradas casi despectivas parecen invadir la avenida. En este contexto David se instala en ocasiones a vender los collares que él mismo fabrica. En un paño blanco posado sobre el cuadriculado piso de la calle, instala alrededor de 15 collares que con una forma casi artística, y a la vez rutinaria, dibuja sobre la vereda. Como el día hasta ahora no ha sido bueno, los collares que quedan marginados del mostrario transitan de manera desesperada entre su ante brazo y la punta de sus dedos. Todo este juego parte cerca del codo, donde los collares emiten un sonido casi inaudible, al igual que voz. Luego los gira todos a la vez por el ante brazo de su mano izquierda, hasta que uno de ellos llega lo bastante cerca de sus yemas callosas. En ese momento, aquel collar que pende de la punta de sus dedos lo pasa a su mano desocupada. Luego de unos segundos comienza a enrollar el elegido entre las conjeturas del dedo índice y meñique. Cuando gira aproximadamente tres veces el collar, se inclina en dirección al paño y lo ubica entre las separaciones de los collares ya estirados.

Su día comienza a las siete de la mañana, para así estar listo a las ocho y pensar en qué parte de Santiago venderá. A las nueve, en cualquier lugar de la capital, su pañoleta de collares ya estará instalada. No tiene un sitio especifico donde ubicarse. Lo que sí tiene claro es que a las dos de la tarde estará en el Paseo Ahumada almorzando en su 'picada' de siempre. Después de comer camina por las calles del centro, cosa que le encanta, para así acercarse a un ciber y comunicarse con los de su tierra. A las cuatro vuelve a las calles con otro destino y toda su mercancía. De ahí no descansa hasta las siete, que es cuando se va a su casa. Pero su día laboral no termina allí. Continuará en su pieza fabricando más colgantes para la próxima jornada. A las diez ya está en la cama, listo para conciliar el sueño.

Pese a toda la tranquilidad que tiene David, algo hace cambiar su rostro. Deja todos los collares en el paño blanco, que se desordenan cuando él toma una punta y luego las restantes. Su mochila ya está abierta y guarda rápidamente la pañoleta. Los demás vendedores ambulantes hacen lo mismo. Por la avenida Providencia aparece un retén móvil y David, con su mochila al hombro, se camufla entre los transeúntes. Nadie que no hubiese visto antes a este muchacho vendiendo, podría señalarlo y declarar que ejerce como comerciante ambulante. Es en ese momento en que le preguntamos qué piensa él sobre el hecho de que algunos chilenos crean que gente como él, o sea, inmigrantes, vengan al país a quitarles el trabajo. Entre la agitación inicial pero que aún permanece, responde: “No le quitamos el empleo a los chilenos. No he encontrado trabajo formal porque aquí se necesita tener carnet y eso es complicado. Me han dicho que en los supermercados puedo trabajar en empaque, pero no me conviene. Con la artesanía gano más”

La gente continúa pasando en ambas direcciones sin mirar el paño de David y lo collares siguen descansando en el suelo. David no se alarma y se reconforta diciendo: “En un día ganó como 15 mil pesos. Aunque claro que también hay días en que no vendo ni mil pesos. Pero cuando llega una señora, le sigue otra y así se llena”. Y es como si alguien o algo lo hubiese escuchado y de la masa uniforme se desata una rubia con una mirada algo arribista a observar de manera tímida, casi molestosa el arte de David. Lo mira desde lejos, dudando, hasta que al fin se acerca por completo a preguntar los precios. “Mil pesos señorita. Consulte, vea”, le dice él con un sonsonete parecido al peruano. La mujer ve y se va. Pero David no se apoca ante esta derrota. Sabe que aún queda tarde y puede vender algo.

1 comentario:

Alfredo Sepúlveda dijo...

Gran personaje. Buen uso del hipertexto al indicar la referencia al idioma quichua (todos los días se aprende algo reporteando, ¿ven? Es una historia de vida bien reporteada y presentada.